ISAÍAS 66,
10-14c
Festejad a Jerusalén, gozad con ella,
todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis
luto, mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos, y apuraréis las
delicias de sus ubres abundantes.
Porque así dice el Señor:
«Yo haré derivar hacia ella, como un
río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones.
Llevarán en brazos a sus criaturas y
sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela,
así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados.
Al verlo, se alegrará vuestro corazón,
y vuestros huesos florecerán como un prado; se manifestará a sus siervos la
mano del Señor».
COMENTARIO
«Los que teméis a Dios, venid a
escuchar,
os contaré lo que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi
súplica
Ni me retiró su favor» (salmo 65).
Así nos sorprende el salmo 65 hoy. Lo
hemos rezado entre lecturas.
San Pablo a los gálatas también les
desea lo mejor: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro
espíritu, hermanos». Y en otro lugar de la carta les dice: «Lo que cuenta es la
nueva criatura».
Tanto san Pablo como el profeta Isaías
nos invitan a no hacer caso de los agoreros, de los esclavos de la Ley y de la
norma. Lo que cuenta para san Pablo es la Cruz de Cristo, que es la que nos
libera y nos salva.
El profeta Isaías vio la liberación y
el retorno de la paz y la prosperidad a una nueva Jerusalén y así se lo anunció
a un pueblo hundido en la desesperación.
Con imágenes de fácil comprensión
intenta animar al pueblo: «Alegraos, los que por Jerusalén llevasteis luto». Dios
desviará hacia Jerusalén la paz como un río en crecida y como un torrente las
riquezas de las naciones.
La Iglesia ha querido ver en esta
profecía la llegada de los nuevos tiempos con la venida de Jesucristo, el Hijo
de Dios.
Jesús, el Señor, nos ha traído la paz,
la esperanza, la ilusión perdida. Los cristianos de hoy no debemos dejarnos
engañar por los visionarios de desgracias. Nuestra esperanza hemos de ponerla
en Dios Padre, que no abandona jamás a sus hijos, por pecadores que se sientan
en su presencia. Un buen padre jamás abandona a su hijo caído en desgracia:
enfermo, drogadicto, huido de casa, perdido en la miseria y en la desesperación
a las que le hayan podido llevar sus malas compañías.
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